CRISTOLOGIA
CEC 678-690
Para juzgar a vivos y a muertos. “Creo en el Espíritu
Santo”
Objetivo
general
1.
Entender lo que dice la Escritura cuando se refiere a vivos y muertos
2.
Conocer sobre qué se va a realizar el juicio de Dios
3.
Entender lo que significa creer en el Espíritu Santo y cuál es su misión junto
con el Hijo.
I.
¿Qué entendemos cuando hablamos de vivos y muertos?
1.
En primer lugar nos dice la Escritura que nosotros estábamos muertos a causa de
nuestros delitos. Y luego fuimos vivificados con Cristo por la remisión de
nuestros pecados, a través del bautismo y luego a través del sacramento de la
reconciliación.
Los
que están muertos espiritualmente no son juzgados por Jesús, sino que sus
propias obras los juzgan, porque se han apartado de la misericordia de Dios que
siempre perdona, y han preferido sus complacencias vanas, al perdón
misericordioso de Jesús. Son placeres que hunden, que dejan vacía a la persona,
el egoísmo, la falta de compasión y perdón.
En
cambio los que mueren a las obras de la “carne”, para vivir según el Espíritu,
que vivifica nuestra vida, viven, aunque tengan una muerte física.
“El
que cree en mí aunque haya muerto vivirá”, le dice Jesús a Marta, pero aquí se
refiere a la muerte física.
No
tengan miedo a los que pueden matar el cuerpo, pero no pueden darles vida
eterna…dice Jesús previniendo a los apóstoles y discípulos sobre las
persecuciones y animándolos a perseverar con la visión de la vida eterna.
II.
¿Quién es capaz de juzgar?
Solo
aquel que conoce la verdad es capaz de juzgar. Si Jesucristo es la Verdad, y
nos vino a enseñar la verdad del hombre mismo haciéndose él mismo hombre,
entonces puede ser nuestro juez.
El
juicio forma parte de la revelación de Dios desde el Antiguo Testamento.
Siguiendo
a los profetas y a Juan el Bautista, Jesús anuncia en su predicación el Juicio
del último día. Si leemos con detenimiento las profecías todas ellas tenían una
razón de ser, mover a la conversión, al cambio.
Nuestro
misión profética consiste en animar a los demás a vivir una vida cada vez más
plena, buscando la misericordia de Dios, y eso lo vivimos con nuestro ejemplo y
con nuestra palabra.
“Danos
entrañas de misericordia ante toda miseria humana” dice un prefacio
eucarístico… porque seremos identificados como discípulos de Cristo en la
medida en que amemos, en que sirvamos, en que hagamos producir nuestros
talentos para el servicio de los demás.
Dice
el Papa Francisco que nos olvidamos con frecuencia de estas realidades de
nuestra vida, del juicio de Dios y del juicio final, y no lo tenemos tan claro.
Pero
esta consideración no es para alarmarnos, es para tener un sentido de
responsabilidad, caminando preparados para ese encuentro. De Dios venimos y a
Dios vamos.
“¿No
brilla en tu alma el deseo de que tu Padre-Dios se ponga contento cuando te
tenga que juzgar?” San Josemaría. Entra al Reino de tu Señor, sierva buena y
fiel.
La
espera del retorno del Señor es un tiempo de la acción, el tiempo de rendir los
dones de Dios, el tiempo de hacer siempre que crezca el bien en el mundo por
medio de las propias fuerzas espirituales, intelectuales, materiales, todo lo
que el Señor nos ha dado.
En
última instancia, todo se resume en permanecer atentos, por amor de Dios, a las
necesidades de los demás, comenzando por los más cercanos, quienes están a
nuestro lado por motivos familiares, profesionales o sociales.
¿Cómo
será este juicio?
“a
la tarde te examinaran en el amor” San Juan de la Cruz.
Podemos
preguntarnos ¿cómo sirvo, cómo me preocupo por los demás?, ¿pongo alegría
sobrenatural y humana en los detalles que deben ser cotidianos?
El
pensamiento de la realidad del juicio final, y de nuestro juicio particular, no
debe paralizar nuestra alma, como el que enterró el talento, pensando que su
Señor era muy duro para el juicio. Al contrario debe ser ocasión para ir
rectificando nuestra senda terrena, para tener la misma imagen de nuestro
Señor.
¿qué
significa tener la misma imagen? Tener los mismos sentimientos que tuvo Cristo,
su corazón inmaculado.
Nos
dice el Papa:
Del
corazón de Jesús, Cordero inmolado sobre la cruz, brotan el perdón y la vida”.
Pero
la misericordia de Jesús “no es sólo un sentimiento: es una fuerza que da vida,
¡que resucita al hombre!”, como dice el Evangelio de hoy que habla de la
compasión de Cristo por la viuda de Naín, que estaba a punto de enterrar a su
único hijo cuando pasa Jesús. “Dice el evangelista Lucas: “Al verla, el Señor
se conmovió”.
Esta
“compasión” es el amor de Dios por el hombre, es la misericordia, o sea la
actitud de Dios en contacto con la miseria humana, con nuestra indigencia,
nuestro sufrimiento, nuestra angustia. El término bíblico “compasión” recuerda
las entrañas maternas: la madre, efectivamente, siente de una forma que es sólo
suya el dolor de los hijos. Así nos ama Dios, dice la Escritura”.
“Y
¿cuál es el fruto de este amor, de esta misericordia? ¡Es la vida!
Jesús
dice a la viuda de Naín: “¡No llores!” y luego llama al muchacho muerto y lo
despierta como de un sueño.
Pensemos
en esto. La misericordia de Dios da vida al hombre, lo resucita de la muerte.
El Señor nos mira siempre con misericordia...nos espera con misericordia. ¡No
tengamos miedo de acercarnos a Él! ¡Tiene un corazón misericordioso! Si le
enseñamos nuestras heridas interiores, nuestros pecados, nos perdona siempre.
¡Es pura misericordia!”.
Esta
configuración con Cristo se hace en el amor, y su manifestación más infinita de
su amor, es la cruz. Cuando me encuentro con la cruz, la abrazo son alegría, la
cruz de cada día, la falta de tiempo, nuestra debilidad ante los propósitos de
enmienda, el esfuerzo que hice o dejé de hacer, la diligencia que puse o dejé
de poner, el bien que puedas hacer, que te sirva como remedio para purificarte,
la sonrisa, la paciencia…
No
puede haber identificación con Cristo sin la cruz, y de la cruz brota el
Espíritu Santo. “Les conviene que me vaya para que tengan otro Paráclito”, que
les revelará la verdad, que les hará saber lo que mi Padre y Yo queremos,
pensamos, por eso los llamo amigos.
“Creo
en el Espíritu Santo, Señor y Dador de vida, que procede del Padre y del Hijo,
que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por
los profetas”.
Este
Espíritu de Dios nos ilumina para que conozcamos mejor a Cristo, nos fortalece
para seguirle de cerca cuando los obstáculos y las contrariedades parecen
asediarnos, nos impulsa a salir de nosotros mismos para preocuparnos de los
demás y llevarlos a Dios.
“Por
grandes que sean nuestras limitaciones los hombres podemos mirar con confianza
a los cielos y sentirnos llenos de alegría: Dios nos ama, y nos libra de
nuestros pecados. La presencia y la acción del Espíritu Santo en la Iglesia son
la prenda y la anticipación de la felicidad eterna, de esa alegría y esa paz
que Dios nos depara”.
Entre las metáforas
que la Escritura utiliza para hablar del Paráclito, una de las más frecuentes
es la del agua; un elemento absolutamente necesario para la vida natural: donde
falta o escasea, todo se convierte en desierto, y los seres vivos enferman o
mueren.
En el orden
sobrenatural, esa fuente de vida es el Paráclito. En su coloquio con la mujer
samaritana, y luego en la fiesta de los tabernáculos, Jesucristo prometió que,
a los que acogieran con fe su palabra, les daría agua viva; que pondría, en
todos los que le buscasen, una fuente de agua viva que brotaría incesantemente
de sus entrañas. Anota san Juan que se refirió con esto al Espíritu que iban a
recibir los que creyeran en Él.
El Espíritu Santo
llega a los cristianos como manantial inagotable de los tesoros divinos. Lo
hemos recibido en el Bautismo y en la Confirmación; se nos confiere en el
sacramento de la Penitencia, aplicando de nuevo a las almas los méritos
infinitos de Cristo; es enviado a nuestras almas y a nuestros cuerpos cada vez
que recibimos la Eucaristía y los demás sacramentos; actúa en la conciencia
mediante las virtudes infusas y los dones...
En una palabra, su
misión consiste en hacernos verdaderos hijos de Dios y en que nos comportemos
de acuerdo con esa dignidad. Nos enseña a mirar con los ojos de Cristo, a vivir
la vida como la vivió Cristo, a comprender la vida como la comprendió Cristo.
He aquí por qué el agua viva que es el Espíritu sacia la sed de nuestra vida.
El Paráclito, Señor
y Dador de vida, que habló por los profetas y ungió a Cristo para que nos
comunicara las palabras de Dios, sigue ahora haciendo oír su voz en la Iglesia
y en la intimidad de las almas.
Por eso, vivir según
el Espíritu Santo es vivir de fe, de esperanza, de caridad; dejar que Dios tome
posesión de nosotros y cambie de raíz nuestros corazones, para hacerlos a su
medida.
Agradezcamos los
cuidados que nos dispensa como un padre y una madre buenos, que eso y mucho más
es para cada uno de nosotros.
¿Le invocamos
frecuentemente? ¿Renovamos en cada jornada la decisión de mantener atenta el
alma a sus inspiraciones? ¿Nos esforzamos por seguirlas sin oponer
resistencias?
Para hacer realidad
estas aspiraciones, os recomiendo que hagáis vuestras unas palabras que san
Josemaría escribió en los primeros años de la Obra:
Ven, ¡oh Santo
Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos; fortalece mi
corazón contra las insidias del enemigo; inflama mi voluntad... He oído tu voz, y no quiero endurecerme y
resistir, diciendo: después..., mañana. Nunc cœpi! ¡Ahora!, no vaya a ser que
el mañana me falte.
¡Oh, Espíritu de
verdad y de sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo
y de paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras,
quiero cuando quieras...[23].
Pidámosle con toda
confianza por la Iglesia y por el Papa, por los obispos y sacerdotes, por todo
el pueblo cristiano. De modo especial, roguémosle por esta pequeña parte de la
Iglesia que es el Opus Dei, por sus fieles y cooperadores, por todas las
personas que se acercan a nuestro apostolado movidas por el noble deseo de
servir más y mejor a Dios y a los demás.
¡Y qué gran consuelo
se nos ofrece con la solemnidad del Corazón de Jesús y la memoria del Corazón
Inmaculado de María! Acudamos a estos refugios de paz, de amor, de alegría, de
seguridad.