viernes, 14 de junio de 2013

CRISTOLOGIA

CRISTOLOGIA
CEC 678-690
Para juzgar a vivos y a muertos. “Creo en el Espíritu Santo”

Objetivo general
1. Entender lo que dice la Escritura cuando se refiere a vivos y muertos
2. Conocer sobre qué se va a realizar el juicio de Dios

3. Entender lo que significa creer en el Espíritu Santo y cuál es su misión junto con el Hijo.

I. ¿Qué entendemos cuando hablamos de vivos y muertos?

1. En primer lugar nos dice la Escritura que nosotros estábamos muertos a causa de nuestros delitos. Y luego fuimos vivificados con Cristo por la remisión de nuestros pecados, a través del bautismo y luego a través del sacramento de la reconciliación.

Los que están muertos espiritualmente no son juzgados por Jesús, sino que sus propias obras los juzgan, porque se han apartado de la misericordia de Dios que siempre perdona, y han preferido sus complacencias vanas, al perdón misericordioso de Jesús. Son placeres que hunden, que dejan vacía a la persona, el egoísmo, la falta de compasión y perdón.

En cambio los que mueren a las obras de la “carne”, para vivir según el Espíritu, que vivifica nuestra vida, viven, aunque tengan una muerte física.
“El que cree en mí aunque haya muerto vivirá”, le dice Jesús a Marta, pero aquí se refiere a la muerte física.

No tengan miedo a los que pueden matar el cuerpo, pero no pueden darles vida eterna…dice Jesús previniendo a los apóstoles y discípulos sobre las persecuciones y animándolos a perseverar con la visión de la vida eterna.

II. ¿Quién es capaz de juzgar?
Solo aquel que conoce la verdad es capaz de juzgar. Si Jesucristo es la Verdad, y nos vino a enseñar la verdad del hombre mismo haciéndose él mismo hombre, entonces puede ser nuestro juez.

El juicio forma parte de la revelación de Dios desde el Antiguo Testamento.

Siguiendo a los profetas y a Juan el Bautista, Jesús anuncia en su predicación el Juicio del último día. Si leemos con detenimiento las profecías todas ellas tenían una razón de ser, mover a la conversión, al cambio.

Nuestro misión profética consiste en animar a los demás a vivir una vida cada vez más plena, buscando la misericordia de Dios, y eso lo vivimos con nuestro ejemplo y con nuestra palabra.

“Danos entrañas de misericordia ante toda miseria humana” dice un prefacio eucarístico… porque seremos identificados como discípulos de Cristo en la medida en que amemos, en que sirvamos, en que hagamos producir nuestros talentos para el servicio de los demás.

Dice el Papa Francisco que nos olvidamos con frecuencia de estas realidades de nuestra vida, del juicio de Dios y del juicio final, y no lo tenemos tan claro.
Pero esta consideración no es para alarmarnos, es para tener un sentido de responsabilidad, caminando preparados para ese encuentro. De Dios venimos y a Dios vamos.

“¿No brilla en tu alma el deseo de que tu Padre-Dios se ponga contento cuando te tenga que juzgar?” San Josemaría. Entra al Reino de tu Señor, sierva buena y fiel.

La espera del retorno del Señor es un tiempo de la acción, el tiempo de rendir los dones de Dios, el tiempo de hacer siempre que crezca el bien en el mundo por medio de las propias fuerzas espirituales, intelectuales, materiales, todo lo que el Señor nos ha dado.

En última instancia, todo se resume en permanecer atentos, por amor de Dios, a las necesidades de los demás, comenzando por los más cercanos, quienes están a nuestro lado por motivos familiares, profesionales o sociales.

¿Cómo será este juicio?
“a la tarde te examinaran en el amor” San Juan de la Cruz.
Podemos preguntarnos ¿cómo sirvo, cómo me preocupo por los demás?, ¿pongo alegría sobrenatural y humana en los detalles que deben ser cotidianos?

El pensamiento de la realidad del juicio final, y de nuestro juicio particular, no debe paralizar nuestra alma, como el que enterró el talento, pensando que su Señor era muy duro para el juicio. Al contrario debe ser ocasión para ir rectificando nuestra senda terrena, para tener la misma imagen de nuestro Señor.

¿qué significa tener la misma imagen? Tener los mismos sentimientos que tuvo Cristo, su corazón inmaculado.

Nos dice el Papa:
Del corazón de Jesús, Cordero inmolado sobre la cruz, brotan el perdón y la vida”.

Pero la misericordia de Jesús “no es sólo un sentimiento: es una fuerza que da vida, ¡que resucita al hombre!”, como dice el Evangelio de hoy que habla de la compasión de Cristo por la viuda de Naín, que estaba a punto de enterrar a su único hijo cuando pasa Jesús. “Dice el evangelista Lucas: “Al verla, el Señor se conmovió”.

Esta “compasión” es el amor de Dios por el hombre, es la misericordia, o sea la actitud de Dios en contacto con la miseria humana, con nuestra indigencia, nuestro sufrimiento, nuestra angustia. El término bíblico “compasión” recuerda las entrañas maternas: la madre, efectivamente, siente de una forma que es sólo suya el dolor de los hijos. Así nos ama Dios, dice la Escritura”.

“Y ¿cuál es el fruto de este amor, de esta misericordia? ¡Es la vida!
Jesús dice a la viuda de Naín: “¡No llores!” y luego llama al muchacho muerto y lo despierta como de un sueño.

Pensemos en esto. La misericordia de Dios da vida al hombre, lo resucita de la muerte. El Señor nos mira siempre con misericordia...nos espera con misericordia. ¡No tengamos miedo de acercarnos a Él! ¡Tiene un corazón misericordioso! Si le enseñamos nuestras heridas interiores, nuestros pecados, nos perdona siempre. ¡Es pura misericordia!”.

Esta configuración con Cristo se hace en el amor, y su manifestación más infinita de su amor, es la cruz. Cuando me encuentro con la cruz, la abrazo son alegría, la cruz de cada día, la falta de tiempo, nuestra debilidad ante los propósitos de enmienda, el esfuerzo que hice o dejé de hacer, la diligencia que puse o dejé de poner, el bien que puedas hacer, que te sirva como remedio para purificarte, la sonrisa, la paciencia…

No puede haber identificación con Cristo sin la cruz, y de la cruz brota el Espíritu Santo. “Les conviene que me vaya para que tengan otro Paráclito”, que les revelará la verdad, que les hará saber lo que mi Padre y Yo queremos, pensamos, por eso los llamo amigos.

“Creo en el Espíritu Santo, Señor y Dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas”.

Este Espíritu de Dios nos ilumina para que conozcamos mejor a Cristo, nos fortalece para seguirle de cerca cuando los obstáculos y las contrariedades parecen asediarnos, nos impulsa a salir de nosotros mismos para preocuparnos de los demás y llevarlos a Dios.

“Por grandes que sean nuestras limitaciones los hombres podemos mirar con confianza a los cielos y sentirnos llenos de alegría: Dios nos ama, y nos libra de nuestros pecados. La presencia y la acción del Espíritu Santo en la Iglesia son la prenda y la anticipación de la felicidad eterna, de esa alegría y esa paz que Dios nos depara”.

Entre las metáforas que la Escritura utiliza para hablar del Paráclito, una de las más frecuentes es la del agua; un elemento absolutamente necesario para la vida natural: donde falta o escasea, todo se convierte en desierto, y los seres vivos enferman o mueren.

En el orden sobrenatural, esa fuente de vida es el Paráclito. En su coloquio con la mujer samaritana, y luego en la fiesta de los tabernáculos, Jesucristo prometió que, a los que acogieran con fe su palabra, les daría agua viva; que pondría, en todos los que le buscasen, una fuente de agua viva que brotaría incesantemente de sus entrañas. Anota san Juan que se refirió con esto al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en Él.

El Espíritu Santo llega a los cristianos como manantial inagotable de los tesoros divinos. Lo hemos recibido en el Bautismo y en la Confirmación; se nos confiere en el sacramento de la Penitencia, aplicando de nuevo a las almas los méritos infinitos de Cristo; es enviado a nuestras almas y a nuestros cuerpos cada vez que recibimos la Eucaristía y los demás sacramentos; actúa en la conciencia mediante las virtudes infusas y los dones...

En una palabra, su misión consiste en hacernos verdaderos hijos de Dios y en que nos comportemos de acuerdo con esa dignidad. Nos enseña a mirar con los ojos de Cristo, a vivir la vida como la vivió Cristo, a comprender la vida como la comprendió Cristo. He aquí por qué el agua viva que es el Espíritu sacia la sed de nuestra vida.

El Paráclito, Señor y Dador de vida, que habló por los profetas y ungió a Cristo para que nos comunicara las palabras de Dios, sigue ahora haciendo oír su voz en la Iglesia y en la intimidad de las almas.

Por eso, vivir según el Espíritu Santo es vivir de fe, de esperanza, de caridad; dejar que Dios tome posesión de nosotros y cambie de raíz nuestros corazones, para hacerlos a su medida.

Agradezcamos los cuidados que nos dispensa como un padre y una madre buenos, que eso y mucho más es para cada uno de nosotros.

¿Le invocamos frecuentemente? ¿Renovamos en cada jornada la decisión de mantener atenta el alma a sus inspiraciones? ¿Nos esforzamos por seguirlas sin oponer resistencias?

Para hacer realidad estas aspiraciones, os recomiendo que hagáis vuestras unas palabras que san Josemaría escribió en los primeros años de la Obra:




Ven, ¡oh Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos; fortalece mi corazón contra las insidias del enemigo; inflama mi voluntad...   He oído tu voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después..., mañana. Nunc cœpi! ¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte.

¡Oh, Espíritu de verdad y de sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y de paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras...[23].

Pidámosle con toda confianza por la Iglesia y por el Papa, por los obispos y sacerdotes, por todo el pueblo cristiano. De modo especial, roguémosle por esta pequeña parte de la Iglesia que es el Opus Dei, por sus fieles y cooperadores, por todas las personas que se acercan a nuestro apostolado movidas por el noble deseo de servir más y mejor a Dios y a los demás.

¡Y qué gran consuelo se nos ofrece con la solemnidad del Corazón de Jesús y la memoria del Corazón Inmaculado de María! Acudamos a estos refugios de paz, de amor, de alegría, de seguridad.