viernes, 14 de junio de 2013

CRISTOLOGIA

CRISTOLOGIA
CEC 678-690
Para juzgar a vivos y a muertos. “Creo en el Espíritu Santo”

Objetivo general
1. Entender lo que dice la Escritura cuando se refiere a vivos y muertos
2. Conocer sobre qué se va a realizar el juicio de Dios

3. Entender lo que significa creer en el Espíritu Santo y cuál es su misión junto con el Hijo.

I. ¿Qué entendemos cuando hablamos de vivos y muertos?

1. En primer lugar nos dice la Escritura que nosotros estábamos muertos a causa de nuestros delitos. Y luego fuimos vivificados con Cristo por la remisión de nuestros pecados, a través del bautismo y luego a través del sacramento de la reconciliación.

Los que están muertos espiritualmente no son juzgados por Jesús, sino que sus propias obras los juzgan, porque se han apartado de la misericordia de Dios que siempre perdona, y han preferido sus complacencias vanas, al perdón misericordioso de Jesús. Son placeres que hunden, que dejan vacía a la persona, el egoísmo, la falta de compasión y perdón.

En cambio los que mueren a las obras de la “carne”, para vivir según el Espíritu, que vivifica nuestra vida, viven, aunque tengan una muerte física.
“El que cree en mí aunque haya muerto vivirá”, le dice Jesús a Marta, pero aquí se refiere a la muerte física.

No tengan miedo a los que pueden matar el cuerpo, pero no pueden darles vida eterna…dice Jesús previniendo a los apóstoles y discípulos sobre las persecuciones y animándolos a perseverar con la visión de la vida eterna.

II. ¿Quién es capaz de juzgar?
Solo aquel que conoce la verdad es capaz de juzgar. Si Jesucristo es la Verdad, y nos vino a enseñar la verdad del hombre mismo haciéndose él mismo hombre, entonces puede ser nuestro juez.

El juicio forma parte de la revelación de Dios desde el Antiguo Testamento.

Siguiendo a los profetas y a Juan el Bautista, Jesús anuncia en su predicación el Juicio del último día. Si leemos con detenimiento las profecías todas ellas tenían una razón de ser, mover a la conversión, al cambio.

Nuestro misión profética consiste en animar a los demás a vivir una vida cada vez más plena, buscando la misericordia de Dios, y eso lo vivimos con nuestro ejemplo y con nuestra palabra.

“Danos entrañas de misericordia ante toda miseria humana” dice un prefacio eucarístico… porque seremos identificados como discípulos de Cristo en la medida en que amemos, en que sirvamos, en que hagamos producir nuestros talentos para el servicio de los demás.

Dice el Papa Francisco que nos olvidamos con frecuencia de estas realidades de nuestra vida, del juicio de Dios y del juicio final, y no lo tenemos tan claro.
Pero esta consideración no es para alarmarnos, es para tener un sentido de responsabilidad, caminando preparados para ese encuentro. De Dios venimos y a Dios vamos.

“¿No brilla en tu alma el deseo de que tu Padre-Dios se ponga contento cuando te tenga que juzgar?” San Josemaría. Entra al Reino de tu Señor, sierva buena y fiel.

La espera del retorno del Señor es un tiempo de la acción, el tiempo de rendir los dones de Dios, el tiempo de hacer siempre que crezca el bien en el mundo por medio de las propias fuerzas espirituales, intelectuales, materiales, todo lo que el Señor nos ha dado.

En última instancia, todo se resume en permanecer atentos, por amor de Dios, a las necesidades de los demás, comenzando por los más cercanos, quienes están a nuestro lado por motivos familiares, profesionales o sociales.

¿Cómo será este juicio?
“a la tarde te examinaran en el amor” San Juan de la Cruz.
Podemos preguntarnos ¿cómo sirvo, cómo me preocupo por los demás?, ¿pongo alegría sobrenatural y humana en los detalles que deben ser cotidianos?

El pensamiento de la realidad del juicio final, y de nuestro juicio particular, no debe paralizar nuestra alma, como el que enterró el talento, pensando que su Señor era muy duro para el juicio. Al contrario debe ser ocasión para ir rectificando nuestra senda terrena, para tener la misma imagen de nuestro Señor.

¿qué significa tener la misma imagen? Tener los mismos sentimientos que tuvo Cristo, su corazón inmaculado.

Nos dice el Papa:
Del corazón de Jesús, Cordero inmolado sobre la cruz, brotan el perdón y la vida”.

Pero la misericordia de Jesús “no es sólo un sentimiento: es una fuerza que da vida, ¡que resucita al hombre!”, como dice el Evangelio de hoy que habla de la compasión de Cristo por la viuda de Naín, que estaba a punto de enterrar a su único hijo cuando pasa Jesús. “Dice el evangelista Lucas: “Al verla, el Señor se conmovió”.

Esta “compasión” es el amor de Dios por el hombre, es la misericordia, o sea la actitud de Dios en contacto con la miseria humana, con nuestra indigencia, nuestro sufrimiento, nuestra angustia. El término bíblico “compasión” recuerda las entrañas maternas: la madre, efectivamente, siente de una forma que es sólo suya el dolor de los hijos. Así nos ama Dios, dice la Escritura”.

“Y ¿cuál es el fruto de este amor, de esta misericordia? ¡Es la vida!
Jesús dice a la viuda de Naín: “¡No llores!” y luego llama al muchacho muerto y lo despierta como de un sueño.

Pensemos en esto. La misericordia de Dios da vida al hombre, lo resucita de la muerte. El Señor nos mira siempre con misericordia...nos espera con misericordia. ¡No tengamos miedo de acercarnos a Él! ¡Tiene un corazón misericordioso! Si le enseñamos nuestras heridas interiores, nuestros pecados, nos perdona siempre. ¡Es pura misericordia!”.

Esta configuración con Cristo se hace en el amor, y su manifestación más infinita de su amor, es la cruz. Cuando me encuentro con la cruz, la abrazo son alegría, la cruz de cada día, la falta de tiempo, nuestra debilidad ante los propósitos de enmienda, el esfuerzo que hice o dejé de hacer, la diligencia que puse o dejé de poner, el bien que puedas hacer, que te sirva como remedio para purificarte, la sonrisa, la paciencia…

No puede haber identificación con Cristo sin la cruz, y de la cruz brota el Espíritu Santo. “Les conviene que me vaya para que tengan otro Paráclito”, que les revelará la verdad, que les hará saber lo que mi Padre y Yo queremos, pensamos, por eso los llamo amigos.

“Creo en el Espíritu Santo, Señor y Dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas”.

Este Espíritu de Dios nos ilumina para que conozcamos mejor a Cristo, nos fortalece para seguirle de cerca cuando los obstáculos y las contrariedades parecen asediarnos, nos impulsa a salir de nosotros mismos para preocuparnos de los demás y llevarlos a Dios.

“Por grandes que sean nuestras limitaciones los hombres podemos mirar con confianza a los cielos y sentirnos llenos de alegría: Dios nos ama, y nos libra de nuestros pecados. La presencia y la acción del Espíritu Santo en la Iglesia son la prenda y la anticipación de la felicidad eterna, de esa alegría y esa paz que Dios nos depara”.

Entre las metáforas que la Escritura utiliza para hablar del Paráclito, una de las más frecuentes es la del agua; un elemento absolutamente necesario para la vida natural: donde falta o escasea, todo se convierte en desierto, y los seres vivos enferman o mueren.

En el orden sobrenatural, esa fuente de vida es el Paráclito. En su coloquio con la mujer samaritana, y luego en la fiesta de los tabernáculos, Jesucristo prometió que, a los que acogieran con fe su palabra, les daría agua viva; que pondría, en todos los que le buscasen, una fuente de agua viva que brotaría incesantemente de sus entrañas. Anota san Juan que se refirió con esto al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en Él.

El Espíritu Santo llega a los cristianos como manantial inagotable de los tesoros divinos. Lo hemos recibido en el Bautismo y en la Confirmación; se nos confiere en el sacramento de la Penitencia, aplicando de nuevo a las almas los méritos infinitos de Cristo; es enviado a nuestras almas y a nuestros cuerpos cada vez que recibimos la Eucaristía y los demás sacramentos; actúa en la conciencia mediante las virtudes infusas y los dones...

En una palabra, su misión consiste en hacernos verdaderos hijos de Dios y en que nos comportemos de acuerdo con esa dignidad. Nos enseña a mirar con los ojos de Cristo, a vivir la vida como la vivió Cristo, a comprender la vida como la comprendió Cristo. He aquí por qué el agua viva que es el Espíritu sacia la sed de nuestra vida.

El Paráclito, Señor y Dador de vida, que habló por los profetas y ungió a Cristo para que nos comunicara las palabras de Dios, sigue ahora haciendo oír su voz en la Iglesia y en la intimidad de las almas.

Por eso, vivir según el Espíritu Santo es vivir de fe, de esperanza, de caridad; dejar que Dios tome posesión de nosotros y cambie de raíz nuestros corazones, para hacerlos a su medida.

Agradezcamos los cuidados que nos dispensa como un padre y una madre buenos, que eso y mucho más es para cada uno de nosotros.

¿Le invocamos frecuentemente? ¿Renovamos en cada jornada la decisión de mantener atenta el alma a sus inspiraciones? ¿Nos esforzamos por seguirlas sin oponer resistencias?

Para hacer realidad estas aspiraciones, os recomiendo que hagáis vuestras unas palabras que san Josemaría escribió en los primeros años de la Obra:




Ven, ¡oh Santo Espíritu!: ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos; fortalece mi corazón contra las insidias del enemigo; inflama mi voluntad...   He oído tu voz, y no quiero endurecerme y resistir, diciendo: después..., mañana. Nunc cœpi! ¡Ahora!, no vaya a ser que el mañana me falte.

¡Oh, Espíritu de verdad y de sabiduría, Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y de paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras...[23].

Pidámosle con toda confianza por la Iglesia y por el Papa, por los obispos y sacerdotes, por todo el pueblo cristiano. De modo especial, roguémosle por esta pequeña parte de la Iglesia que es el Opus Dei, por sus fieles y cooperadores, por todas las personas que se acercan a nuestro apostolado movidas por el noble deseo de servir más y mejor a Dios y a los demás.

¡Y qué gran consuelo se nos ofrece con la solemnidad del Corazón de Jesús y la memoria del Corazón Inmaculado de María! Acudamos a estos refugios de paz, de amor, de alegría, de seguridad.



lunes, 1 de abril de 2013

Lecturas complementarias a la primera clase de apologética

Cristología


Cristología
CEC 487-507



Aquí tienen el material, es un poco más de los visto en clase para que puedan profundizar. Felices Pascuas de Resurrección!.

Nació de la Virgen María.

Temas:
1. La predestinación de María
2. La Inmaculada Concepción
3. “Hágase en mí según tu palabra…”
4. La maternidad divina de María
5. La virginidad de María
6. María, la “siempre Virgen”
7. La maternidad virginal de María en el designio de Dios.

Como ven los temas de hoy están enfocados a estudiar la figura de la Virgen María, nuestra señora, en el plan de salvación de la humanidad. Entendiendo varias cosas: 1. que su predestinación por parte de Dios, no significa una “determinación” sin libertad por parte de ella, 2. cómo era necesaria su Inmaculada Concepción, y 3. qué significa que María haya permanecido Virgen y sea Madre, de Cristo, y consecuentemente de la Iglesia.

En primer lugar hay que explicar que nuestra Fe acerca de María deriva de lo que creemos que Cristo es, por lo tanto no adoramos a la Virgen, la adoración es debida al Único y Verdadero Dios. Nuestra Fe respecto a la Virgen María no es un añadido a la Fe en Cristo, precisamente por lo que creemos de El, es que confesamos a María como Concebida sin pecado, Virgen y Madre, y modelo de obediencia.

1. La predestinación de María.
Dios planeó desde toda la eternidad toda la obra admirable de la Encarnación del Verbo como culminación de la creación del Universo; y como quiera que en la mente sapientísima de Dios cabía simultáneamente la previsión del mal del hombre y de su restauración por medio del mismo Verbo encarnado, dentro de toda esta visión divina estaba también la persona y la misión de María Madre del Verbo. Así, pues, la razón misma de ser de la Virgen María estaba en los designios del Altísimo aun antes del tiempo, en su carácter de Madre del Verbo Encarnado.



En la Bula "Ineffabilis Deus" de Pío IX leemos cómo "El Dios inefable, habiendo previsto desde toda la eternidad la lastimosísima caída de todo el género humano por la transgresión de Adán, decretó la primera obra de su bondad en el misterio oculto desde los siglos, por medio de la encarnación del Verbo.

"Es pues, la elección y predestinación de María algo íntimamente unido al decreto de la Redención que había de realizarse por el Verbo tan unido, que, concluye el Papa Pío IX, el destino de la Virgen fue preestablecido en un mismo decreto con la Encarnación de la Divina Sabiduría."

Esta predestinación de Nuestra Señora, desde la eternidad, para ser Madre de Dios, empieza a realizarse con el tiempo, como lo expresa el Concilio Vaticano II:

" El benignísimo y sapientísimo Dios, al querer llevar a término la redención del mundo, cuando llegó la plenitud del tiempo, envió a su Hijo hecho de mujer... para que recibiésemos la adopción de hijos (Gál 4 4-5)

El cual por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación descendió de los cielos, y se encarnó por obra del Espíritu Santo de María Virgen." (Credo de la Misa: Símbolo de Constantinopla)
Vemos como la misión de la Virgen María prepara la misión de las mujeres que la precedieron, por ejemplo Eva, que a pesar de su desobediencia, recibió la promesa de una descendencia que será vencedora del Maligno (cf. Gn 3,15). Sara, en virtud de esa promesa, concibe un hijo a pesar de su avanzada edad. Ana, Débora, Rut, Judit y Ester, mujeres que Dios escoge contra toda expectativa humana, por débiles e impotentes, para mostrar la fidelidad a su promesa.
Sin María el ingreso de Dios en la historia de la humanidad no habría llegado a su fin ni habría tenido lugar aquello que es central en nuestra Profesión de fe: Dios es un Dios con nosotros. Así, María pertenece en modo irrenunciable a nuestra fe en el Dios que obra, que entra en la historia. Ella pone a disposición toda su persona, «acepta» convertirse en lugar en el que habita Dios.


A veces también en el camino y en la vida de fe podemos advertir nuestra pobreza, nuestra inadecuación ante el testimonio que se ha de ofrecer al mundo. Pero Dios ha elegido precisamente a una humilde mujer, en una aldea desconocida, en una de las provincias más lejanas del gran Imperio romano. Siempre, incluso en medio de las dificultades más arduas de afrontar, debemos tener confianza en Dios, renovando la fe en su presencia y acción en nuestra historia, como en la de María. ¡Nada es imposible para Dios! Con Él nuestra existencia camina siempre sobre un terreno seguro y está abierta a un futuro de esperanza firme.

2. La Inmaculada Concepción:
La Inmaculada Concepción de María.
La Inmaculada Concepción de María es el dogma de fe que declara que por una gracia especial de Dios, ella fue preservada de todo pecado desde su concepción.

El dogma fue proclamado por el Papa Pío IX el 8 de diciembre de 1854, en su bula Ineffabilis Deus.

"...declaramos, proclamamos y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano, está revelada por Dios y debe ser por tanto firme y constantemente creída por todos los fieles..."
(Pío IX, Bula Ineffabilis Deus, 8 de diciembre de 1854)

La Concepción: Es el momento en el cual Dios crea el alma y la infunde en la materia orgánica procedente de los padres. La concepción es el momento en que comienza la vida humana.

-María quedó preservada de toda carencia de gracia santificante desde que fue concebida en el vientre de su madre Santa Ana. Es decir María es la "llena de gracia" desde su concepción. Cuando hablamos de la Inmaculada Concepción no se trata de la concepción de Jesús quién, claro está, también fue concebido sin pecado.
En Lucas 1:28 el ángel Gabriel enviado por Dios le dice a la Santísima Virgen María «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo.». Las palabras en español "Llena de gracia" no hace justicia al texto griego original que es "kecharitomene" y significa una singular abundancia de gracia, un estado sobrenatural del alma en unión con Dios. Aunque este pasaje no "prueba" la Inmaculada Concepción de María si lo sugiere.

Los Padres de la Iglesia

Los Padres se referían a la Virgen María como la Segunda Eva (cf. I Cor. 15:22), pues ella desató el nudo causado por la primera Eva.
Méritos: María es libre de pecado por los méritos de Cristo Salvador. Es por El que ella es preservada del pecado. Ella, por ser una de nuestra raza humana, aunque no tenía pecado, necesitaba salvación, que solo viene de Cristo. Pero Ella singularmente recibe por adelantado los méritos salvíficos de Cristo. La causa de este don: El poder y omnipotencia de Dios.

Razón: La maternidad divina. Dios quiso prepararse un lugar puro donde su hijo se encarnara.
María estuvo inmune de todo pecado personal durante el tiempo de su vida. Esta es la grandeza de María, que siendo libre, nunca ofendió a Dios, nunca optó por nada que la manchara o que le hiciera perder la gracia que había recibido.

La Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María tiene un llamado para nosotros:
Nos llama a la purificación. Ser puros para que Jesús resida en nosotros.
Sólo si nos abrimos a la acción de Dios, como María, sólo si confiamos nuestra vida al Señor como a un amigo de quien nos fiamos totalmente, todo cambia, nuestra vida adquiere un sentido nuevo y un rostro nuevo: el de hijos de un Padre que nos ama y nunca nos abandona.

3.  “Hágase en mi según tu palabra”
María Icono de la fe obediente



La fe de María a partir del gran misterio de la Anunciación.

«Chaîre kecharitomene, ho Kyrios meta sou», «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1, 28). Estas son las palabras —citadas por el evangelista Lucas— con las que el arcángel Gabriel se dirige a María. A primera vista el término chaîre, «alégrate», parece un saludo normal, usual en el ámbito griego; pero esta palabra, si se lee sobre el trasfondo de la tradición bíblica, adquiere un significado mucho más profundo. Este mismo término está presente cuatro veces en la versión griega del Antiguo Testamento y siempre como anuncio de alegría por la venida del Mesías (cf. Sof 3, 14; Jl 2, 21; Zac 9, 9; Lam 4, 21). El saludo del ángel a María es, por lo tanto, una invitación a la alegría, a una alegría profunda, que anuncia el final de la tristeza que existe en el mundo ante el límite de la vida, el sufrimiento, la muerte, la maldad, la oscuridad del mal que parece ofuscar la luz de la bondad divina. Es un saludo que marca el inicio del Evangelio, de la Buena Nueva.

Pero, ¿por qué se invita a María a alegrarse de este modo? La respuesta se encuentra en la segunda parte del saludo: «El Señor está contigo». También aquí para comprender bien el sentido de la expresión, debemos recurrir al Antiguo Testamento. En el Libro de Sofonías encontramos esta expresión «Alégrate, hija de Sión... El Rey de Israel, el Señor, está en medio de ti... El Señor tu Dios está en medio de ti, valiente y salvador» (3, 14-17). En estas palabras hay una doble promesa hecha a Israel, a la hija de Sión: Dios vendrá como salvador y establecerá su morada precisamente en medio de su pueblo, en el seno de la hija de Sión. En el diálogo entre el ángel y María se realiza exactamente esta promesa: María se identifica con el pueblo al que Dios tomó como esposa, es realmente la Hija de Sión en persona; en ella se cumple la espera de la venida definitiva de Dios, en ella establece su morada el Dios viviente.

En el saludo del ángel, se llama a María «llena de gracia»; en griego el término «gracia», charis, tiene la misma raíz lingüística de la palabra «alegría». También en esta expresión se clarifica ulteriormente la fuente de la alegría de María: la alegría proviene de la gracia; es decir, proviene de la comunión con Dios, del tener una conexión vital con Él, del ser morada del Espíritu Santo, totalmente plasmada por la acción de Dios. María es la criatura que de modo único ha abierto de par en par la puerta a su Creador, se puso en sus manos, sin límites. Ella vive totalmente de la y en relación con el Señor; está en actitud de escucha, atenta a captar los signos de Dios en el camino de su pueblo; está inserta en una historia de fe y de esperanza en las promesas de Dios, que constituye el tejido de su existencia. Y se somete libremente a la palabra recibida, a la voluntad divina en la obediencia de la fe.

El evangelista Lucas narra la vicisitud de María a través de un fino paralelismo con la vicisitud de Abrahán. Como el gran Patriarca es el padre de los creyentes, que ha respondido a la llamada de Dios para que saliera de la tierra donde vivía, de sus seguridades, a fin de comenzar el camino hacia una tierra desconocida y que poseía sólo en la promesa divina, igual María se abandona con plena confianza en la palabra que le anuncia el mensajero de Dios y se convierte en modelo y madre de todos los creyentes.

Quisiera subrayar otro aspecto importante: la apertura del alma a Dios y a su acción en la fe incluye también el elemento de la oscuridad. La relación del ser humano con Dios no cancela la distancia entre Creador y criatura, no elimina cuanto afirma el apóstol Pablo ante las profundidades de la sabiduría de Dios: «¡Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos!» (Rm 11, 33). Pero precisamente quien —como María— está totalmente abierto a Dios, llega a aceptar el querer divino, incluso si es misterioso, también si a menudo no corresponde al propio querer y es una espada que traspasa el alma, como dirá proféticamente el anciano Simeón a María, en el momento de la presentación de Jesús en el Templo (cf. Lc 2, 35). El camino de fe de Abrahán comprende el momento de alegría por el don del hijo Isaac, pero también el momento de la oscuridad, cuando debe subir al monte Moria para realizar un gesto paradójico: Dios le pide que sacrifique el hijo que le había dado. En el monte el ángel le ordenó: «No alargues la mano contra el muchacho ni le hagas nada. Ahora he comprobado que temes a Dios, porque no te has reservado a tu hijo, a tu único hijo» (Gn 22, 12). La plena confianza de Abrahán en el Dios fiel a las promesas no disminuye incluso cuando su palabra es misteriosa y difícil, casi imposible, de acoger. Así es para María; su fe vive la alegría de la Anunciación, pero pasa también a través de la oscuridad de la crucifixión del Hijo para poder llegar a la luz de la Resurrección.

No es distinto incluso para el camino de fe de cada uno de nosotros: encontramos momentos de luz, pero hallamos también momentos en los que Dios parece ausente, su silencio pesa en nuestro corazón y su voluntad no corresponde a la nuestra, a aquello que nosotros quisiéramos. Pero cuanto más nos abrimos a Dios, acogemos el don de la fe, ponemos totalmente en Él nuestra confianza —como Abrahán y como María—, tanto más Él nos hace capaces, con su presencia, de vivir cada situación de la vida en la paz y en la certeza de su fidelidad y de su amor. Sin embargo, esto implica salir de uno mismo y de los propios proyectos para que la Palabra de Dios sea la lámpara que guíe nuestros pensamientos y nuestras acciones.

Quisiera detenerme aún sobre un aspecto que surge en los relatos sobre la Infancia de Jesús narrados por san Lucas. María y José llevan al hijo a Jerusalén, al Templo, para presentarlo y consagrarlo al Señor como prescribe la ley de Moisés: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor» (cf. Lc 2, 22-24). Este gesto de la Sagrada Familia adquiere un sentido aún más profundo si lo leemos a la luz de la ciencia evangélica de Jesús con doce años que, tras buscarle durante tres días, le encuentran en el Templo mientras discutía entre los maestros. A las palabras llenas de preocupación de María y José: «Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Tu padre y yo te buscábamos angustiados», corresponde la misteriosa respuesta de Jesús: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 48-49). Es decir, en la propiedad del Padre, en la casa del Padre, como un hijo. María debe renovar la fe profunda con la que ha dicho «sí» en la Anunciación; debe aceptar que el verdadero Padre de Jesús tenga la precedencia; debe saber dejar libre a aquel Hijo que ha engendrado para que siga su misión. Y el «sí» de María a la voluntad de Dios, en la obediencia de la fe, se repite a lo largo de toda su vida, hasta el momento más difícil, el de la Cruz.

Ante todo esto, podemos preguntarnos: ¿cómo pudo María vivir este camino junto a su Hijo con una fe tan firme, incluso en la oscuridad, sin perder la plena confianza en la acción de Dios? Hay una actitud de fondo que María asume ante lo que sucede en su vida. En la Anunciación ella queda turbada al escuchar las palabras del ángel —es el temor que el hombre experimenta cuando lo toca la cercanía de Dios—, pero no es la actitud de quien tiene miedo ante lo que Dios puede pedir. María reflexiona, se interroga sobre el significado de ese saludo (cf. Lc 1, 29). La palabra griega usada en el Evangelio para definir «reflexionar», «dielogizeto», remite a la raíz de la palabra «diálogo». Esto significa que María entra en íntimo diálogo con la Palabra de Dios que se le ha anunciado; no la considera superficialmente, sino que se detiene, la deja penetrar en su mente y en su corazón para comprender lo que el Señor quiere de ella, el sentido del anuncio. Otro signo de la actitud interior de María ante la acción de Dios lo encontramos, también en el Evangelio de san Lucas, en el momento del nacimiento de Jesús, después de la adoración de los pastores. Se afirma que María «conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2, 19); en griego el término es symballon. Podríamos decir que ella «mantenía unidos», «reunía» en su corazón todos los acontecimientos que le estaban sucediendo; situaba cada elemento, cada palabra, cada hecho, dentro del todo y lo confrontaba, lo conservaba, reconociendo que todo proviene de la voluntad de Dios. María no se detiene en una primera comprensión superficial de lo que acontece en su vida, sino que sabe mirar en profundidad, se deja interpelar por los acontecimientos, los elabora, los discierne, y adquiere aquella comprensión que sólo la fe puede garantizar. Es la humildad profunda de la fe obediente de María, que acoge en sí también aquello que no comprende del obrar de Dios, dejando que sea Dios quien le abra la mente y el corazón. «Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1, 45), exclama su pariente Isabel. Es precisamente por su fe que todas las generaciones la llamarán bienaventurada.

Los últimos cuatro puntos se complementan entre sí. La maternidad y la virginidad de la Virgen María, y en relación con la Iglesia.

La Iglesia ha manifestado de modo constante su fe en la virginidad perpetua de María. Los textos más antiguos, cuando se refieren a la concepción de Jesús, llaman a María sencillamente Virgen, pero dando a entender que consideraban esa cualidad como un hecho permanente, referido a toda su vida.

Los cristianos de los primeros siglos expresaron esa convicción de fe mediante el término griego ajeiv-pavrqeno", «siempre virgen», creado para calificar de modo único y eficaz la persona de María, y expresar en una sola palabra la fe de la Iglesia en su virginidad perpetua. Lo encontramos ya en el segundo Símbolo de fe de San Epifanio, en el año 374, con relación a la Encarnación: el Hijo de Dios «se encarnó, es decir, fue engendrado de modo perfecto por Santa María, la siempre virgen, por obra del Espíritu Santo»(96).

La expresión siempre virgen fue recogida por el segundo Concilio de Constantinopla, que afirmó: el Verbo de Dios «se encarnó de la santa gloriosa Madre de Dios y siempre Virgen María, y nació de ella». Esta doctrina fue confirmada por otros dos Concilios ecuménicos, el cuarto de Letrán, año 1215 y el segundo de Lyon, año 1274, y por el texto de la definición del dogma de la Asunción, año 1950, en el que la virginidad perpetua de María es aducida entre los motivos de su elevación en cuerpo y alma a la gloria celeste.

2. Usando una fórmula sintética, la tradición de la Iglesia ha presentado a María como «virgen antes del parto, durante el parto y después del parto», afirmando, mediante la mención de estos tres momentos, que no dejó nunca de ser virgen.
De las tres, la afirmación de la virginidad antes del parto es, sin duda, la más importante, ya que se refiere a la concepción de Jesús y toca directamente el misterio mismo de la Encarnación.

Esta verdad ha estado presente desde el principio y de forma constante en la fe de la Iglesia.
La virginidad durante el parto y después del parto, aunque se halla contenida implícitamente en el título de virgen atribuido a María ya en los orígenes de la Iglesia, se convierte en objeto de profundización doctrinal cuando algunos comienzan explícitamente a ponerla en duda.

El Papa Hormisdas precisa que «el Hijo de Dios se hizo Hijo del hombre y nació en el tiempo como hombre, abriendo al nacer el seno de su madre (ver Lc 2,23) y, por el poder de Dios, sin romper la virginidad de su madre»(101).

Esta doctrina fue confirmada por el Concilio Vaticano II, en el que se afirma que el Hijo primogénito de María «no menoscabó su integridad virginal, sino que la santificó». Por lo que se refiere a la virginidad después del parto, es preciso destacar ante todo que no hay motivos para pensar que la voluntad de permanecer virgen, manifestada por María en el momento de la Anunciación (ver Lc 1,34), haya cambiado posteriormente. Además, el sentido inmediato de las palabras: «Mujer, ahí tienes a tu hijo», «ahí tienes a tu madre» (Jn 19,26-27), que Jesús dirige desde la cruz a María y al discípulo predilecto, hace suponer una situación que excluye la presencia de otros hijos nacidos de María.

Según algunos, contra la virginidad de María después del parto estarían aquellos textos evangélicos que recuerdan la existencia de cuatro «hermanos de Jesús»: Santiago, José, Simón y Judas (ver Mt 13,55-56; Mc 6,3), y de varias hermanas.

Conviene recordar que, tanto en la lengua hebrea como en la aramea, no existe un término particular para expresar la palabra primo y que, por consiguiente, los términos hermano y hermana tenían un significado muy amplio, que abarcaba varios grados de parentesco. En realidad, con el término hermanos de Jesús se indican los hijos de una María discípula de Cristo (ver Mt 27,56), que es designada de modo significativo como «la otra María» (Mt 28,1). Se trata de parientes próximos de Jesús, según una expresión frecuente en el Antiguo Testamento.

Así pues, María Santísima es la siempre Virgen. Esta prerrogativa suya es consecuencia de la maternidad divina, que la consagró totalmente a la misión redentora de Cristo.

Maternidad de María
Concilio de Efeso

En el año 431, se llevó a cabo el Concilio de Efeso donde se proclamó oficialmente que María es Madre de Dios.

"Desde un comienzo la Iglesia enseña que en Cristo hay una sola persona, la segunda persona de la Santísima Trinidad. María no es solo madre de la naturaleza, del cuerpo pero también de la persona quien es Dios desde toda la eternidad. Cuando María dio a luz a Jesús, dio a luz en el tiempo a quien desde toda la eternidad era Dios. Así como toda madre humana, no es solamente madre del cuerpo humano sino de la persona, así María dio a luz a una persona, Jesucristo, quien es ambos Dios y hombre, entonces Ella es la Madre de Dios" -Concilio de Efeso

La ortodoxia (doctrina recta) enseña:

Jesús es una persona divina (no dos personas)
Jesús tiene dos naturalezas: es Dios y Hombre verdaderamente.
María es madre de una persona divina y por lo tanto es Madre de Dios.

María es Madre de Dios. Este es el principal de todos los dogmas Marianos, y la raíz y fundamento de la dignidad singularísima de la Virgen María.

María es la Madre de Dios, no desde toda la eternidad sino en el tiempo.

El dogma de María Madre de Dios contiene dos verdades:

María es verdaderamente madre: Esto significa que ella contribuyó en todo en la formación de la naturaleza humana de Cristo, como toda madre contribuye a la formación del hijo de sus entrañas.

María es verdaderamente madre de Dios: Ella concibió y dio a luz a la segunda persona de la Trinidad, según la naturaleza humana que El asumió.

El origen Divino de Cristo no le proviene de María. Pero al ser Cristo una persona de naturalezas divina y humana. María es tanto madre del hombre como Madre del Dios. María es Madre de Dios, porque es Madre de Cristo quien es Dioshombre.

La misión maternal de María es mencionada desde los primeros credos de la Iglesia. En el Credo de los Apóstoles: "Creo en Dios Padre todopoderoso y en Jesucristo su único hijo, nuestro Señor que nació de la Virgen María".

El título Madre de Dios era utilizado desde las primeras oraciones cristianas. En el Concilio de Efeso, se canonizo el título Theotokos, que significa Madre de Dios. A partir de ese momento la divina maternidad constituyó un título único de señorío y gloria para la Madre de Dios encarnado. La Theotokos es considerada, representada e invocada como la reina y señora por ser Madre del Rey y del Señor.

Más tarde también fue proclamada y profundizada por otros concilios universales, como el de Calcedonia y el segundo de Constantinopla.

En el siglo XIV se introduce en el Ave María la segunda parte donde dice: "Santa María Madre de Dios" Siglo XVIII, se extiende su rezo oficial a toda la Iglesia.

El Papa Pío XI reafirmó el dogma en la Encíclica Lux Veritatis (1931).

La Madre de Dios en el VAT II: este concilio replantea en todo el alcance de su riqueza teológica en el más importante de sus documentos, Constitución dogmática sobre la Iglesia, (Lumen Gentium). En este documento se ve la maternidad divina de María en dos aspectos:

La maternidad divina en el misterio de Cristo.
La maternidad divina en el misterio de la Iglesia. Para profundizar recomendar su lectura.

María por ser Madre de Dios transciende en dignidad a todas las criaturas, hombres y ángeles, ya que la dignidad de la criatura está en su cercanía con Dios. Y María es la mas cercana a la Trinidad. Madre del Hijo, Hija del Padre y Esposa del Espíritu.

"El Conocimiento de la verdadera doctrina católica sobre María, será siempre la llave exacta de la comprensión del misterio de Cristo y de la Iglesia"

"Y la Madre de Dios es mía, porque Cristo es mío" (S. Juan de la Cruz)