Aquí tienen el material, es un poco más de los visto en clase para que puedan profundizar. Felices Pascuas de Resurrección!.
Nació de la Virgen María.
Temas:
1. La predestinación de María
2. La Inmaculada Concepción
3. “Hágase en mí según tu palabra…”
4. La maternidad divina de María
5. La virginidad de María
6. María, la “siempre Virgen”
7. La maternidad virginal de María en el designio de
Dios.
Como ven los temas de hoy están enfocados a estudiar
la figura de la Virgen María, nuestra señora, en el plan de salvación de la
humanidad. Entendiendo varias cosas: 1. que su predestinación por parte de
Dios, no significa una “determinación” sin libertad por parte de ella, 2. cómo
era necesaria su Inmaculada Concepción, y 3. qué significa que María haya
permanecido Virgen y sea Madre, de Cristo, y consecuentemente de la Iglesia.
En primer lugar hay que explicar que nuestra Fe
acerca de María deriva de lo que creemos que Cristo es, por lo tanto no
adoramos a la Virgen, la adoración es debida al Único y Verdadero Dios. Nuestra
Fe respecto a la Virgen María no es un añadido a la Fe en Cristo, precisamente
por lo que creemos de El, es que confesamos a María como Concebida sin pecado,
Virgen y Madre, y modelo de obediencia.
1. La predestinación de María.
Dios planeó desde toda la eternidad toda la obra
admirable de la Encarnación del Verbo como culminación de la creación del
Universo; y como quiera que en la mente sapientísima de Dios cabía
simultáneamente la previsión del mal del hombre y de su restauración por medio
del mismo Verbo encarnado, dentro de toda esta visión divina estaba también la
persona y la misión de María Madre del Verbo. Así, pues, la razón misma de ser
de la Virgen María estaba en los designios del Altísimo aun antes del tiempo,
en su carácter de Madre del Verbo Encarnado.
En la Bula "Ineffabilis Deus" de Pío IX
leemos cómo "El Dios inefable, habiendo previsto desde toda la eternidad
la lastimosísima caída de todo el género humano por la transgresión de Adán,
decretó la primera obra de su bondad en el misterio oculto desde los siglos,
por medio de la encarnación del Verbo.
"Es pues, la elección y predestinación de María
algo íntimamente unido al decreto de la Redención que había de realizarse por
el Verbo tan unido, que, concluye el Papa Pío IX, el destino de la Virgen fue
preestablecido en un mismo decreto con la Encarnación de la Divina
Sabiduría."
Esta predestinación de Nuestra Señora, desde la
eternidad, para ser Madre de Dios, empieza a realizarse con el tiempo, como lo
expresa el Concilio Vaticano II:
" El benignísimo y sapientísimo Dios, al querer
llevar a término la redención del mundo, cuando llegó la plenitud del tiempo,
envió a su Hijo hecho de mujer... para que recibiésemos la adopción de hijos
(Gál 4 4-5)
El cual por nosotros, los hombres, y por nuestra
salvación descendió de los cielos, y se encarnó por obra del Espíritu Santo de
María Virgen." (Credo de la Misa: Símbolo de Constantinopla)
Vemos como la misión de la Virgen María prepara la
misión de las mujeres que la precedieron, por ejemplo Eva, que a pesar de su
desobediencia, recibió la promesa de una descendencia que será vencedora del
Maligno (cf. Gn 3,15). Sara, en virtud de esa promesa, concibe un hijo a pesar
de su avanzada edad. Ana, Débora, Rut, Judit y Ester, mujeres que Dios escoge
contra toda expectativa humana, por débiles e impotentes, para mostrar la
fidelidad a su promesa.
Sin María el ingreso de Dios en la historia de la
humanidad no habría llegado a su fin ni habría tenido lugar aquello que es
central en nuestra Profesión de fe: Dios es un Dios con nosotros. Así, María
pertenece en modo irrenunciable a nuestra fe en el Dios que obra, que entra en
la historia. Ella pone a disposición toda su persona, «acepta» convertirse en
lugar en el que habita Dios.
A veces también en el camino y en la vida de fe
podemos advertir nuestra pobreza, nuestra inadecuación ante el testimonio que
se ha de ofrecer al mundo. Pero Dios ha elegido precisamente a una humilde
mujer, en una aldea desconocida, en una de las provincias más lejanas del gran
Imperio romano. Siempre, incluso en
medio de las dificultades más arduas de afrontar, debemos tener confianza en
Dios, renovando la fe en su presencia y acción en nuestra historia,
como en la de María. ¡Nada es
imposible para Dios! Con Él nuestra existencia camina siempre sobre un terreno
seguro y está abierta a un futuro de esperanza firme.
2. La Inmaculada Concepción:
La Inmaculada Concepción de María.
La Inmaculada Concepción de María es el dogma de fe
que declara que por una gracia especial de Dios, ella fue preservada de todo
pecado desde su concepción.
El dogma fue proclamado por el Papa Pío IX el 8 de
diciembre de 1854, en su bula Ineffabilis Deus.
"...declaramos, proclamamos y definimos que la
doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María fue preservada inmune de
toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por
singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de
Cristo Jesús Salvador del género humano, está revelada por Dios y debe ser por
tanto firme y constantemente creída por todos los fieles..."
(Pío IX, Bula Ineffabilis Deus, 8 de diciembre de
1854)
La Concepción: Es el momento en el cual Dios crea el
alma y la infunde en la materia orgánica procedente de los padres. La
concepción es el momento en que comienza la vida humana.
-María quedó preservada de toda carencia de gracia
santificante desde que fue concebida en el vientre de su madre Santa Ana. Es
decir María es la "llena de gracia" desde su concepción. Cuando
hablamos de la Inmaculada Concepción no se trata de la concepción de Jesús
quién, claro está, también fue concebido sin pecado.
En Lucas 1:28 el ángel Gabriel enviado por Dios le
dice a la Santísima Virgen María «Alégrate, llena de gracia, el Señor está
contigo.». Las palabras en español "Llena de gracia" no hace justicia
al texto griego original que es "kecharitomene" y significa una
singular abundancia de gracia, un estado sobrenatural del alma en unión con
Dios. Aunque este pasaje no "prueba" la Inmaculada Concepción de
María si lo sugiere.
Los Padres de la Iglesia
Los Padres se referían a la Virgen María como la
Segunda Eva (cf. I Cor. 15:22), pues ella desató el nudo causado por la primera
Eva.
Méritos: María es libre de pecado por los méritos de
Cristo Salvador. Es por El que ella es preservada del pecado. Ella, por ser una
de nuestra raza humana, aunque no tenía pecado, necesitaba salvación, que solo
viene de Cristo. Pero Ella singularmente recibe por adelantado los méritos
salvíficos de Cristo. La causa de este don: El poder y omnipotencia de Dios.
Razón: La maternidad divina. Dios quiso prepararse
un lugar puro donde su hijo se encarnara.
María estuvo inmune de todo pecado personal durante
el tiempo de su vida. Esta es la grandeza de María, que siendo libre, nunca
ofendió a Dios, nunca optó por
nada que la manchara o que le hiciera perder la gracia que había recibido.
La Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen
María tiene un llamado para nosotros:
Nos llama a la purificación. Ser puros para que
Jesús resida en nosotros.
Sólo si nos abrimos a la acción de Dios, como María,
sólo si confiamos nuestra vida al Señor como a un amigo de quien nos fiamos
totalmente, todo cambia, nuestra vida adquiere un sentido nuevo y un rostro
nuevo: el de hijos de un Padre que nos ama y nunca nos abandona.
3. “Hágase en
mi según tu palabra”
María Icono de la fe obediente
La fe de María a partir del gran misterio de la
Anunciación.
«Chaîre kecharitomene, ho Kyrios meta sou»,
«Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1, 28). Estas son las
palabras —citadas por el evangelista Lucas— con las que el arcángel Gabriel se
dirige a María. A primera vista el término chaîre, «alégrate», parece un saludo
normal, usual en el ámbito griego; pero esta palabra, si se lee sobre el
trasfondo de la tradición bíblica, adquiere un significado mucho más profundo.
Este mismo término está presente cuatro veces en la versión griega del Antiguo
Testamento y siempre como anuncio de alegría por la venida del Mesías (cf. Sof
3, 14; Jl 2, 21; Zac 9, 9; Lam 4, 21). El
saludo del ángel a María es, por lo tanto, una invitación a la alegría, a una
alegría profunda, que anuncia el final de la tristeza que existe en el mundo
ante el límite de la vida, el sufrimiento, la muerte, la maldad, la oscuridad
del mal que parece ofuscar la luz de la bondad divina. Es un saludo que marca
el inicio del Evangelio, de la Buena Nueva.
Pero, ¿por qué se invita a María a alegrarse de este
modo? La respuesta se encuentra en la segunda parte del saludo: «El Señor está
contigo». También aquí para comprender bien el sentido de la expresión, debemos
recurrir al Antiguo Testamento. En el Libro de Sofonías encontramos esta
expresión «Alégrate, hija de Sión... El Rey de Israel, el Señor, está en medio
de ti... El Señor tu Dios está en medio de ti, valiente y salvador» (3, 14-17).
En estas palabras hay una doble promesa hecha a Israel, a la hija de Sión: Dios
vendrá como salvador y establecerá su morada precisamente en medio de su
pueblo, en el seno de la hija de Sión. En el diálogo entre el ángel y María se
realiza exactamente esta promesa: María se identifica con el pueblo al que Dios
tomó como esposa, es realmente la Hija de Sión en persona; en ella se cumple la
espera de la venida definitiva de Dios, en ella establece su morada el Dios
viviente.
En el saludo del ángel, se llama a María «llena de
gracia»; en griego el término «gracia», charis, tiene la misma raíz lingüística
de la palabra «alegría». También en esta expresión se clarifica ulteriormente
la fuente de la alegría de María: la
alegría proviene de la gracia; es decir, proviene de la comunión con Dios, del
tener una conexión vital con Él, del ser morada del Espíritu Santo, totalmente
plasmada por la acción de Dios. María es la criatura que de modo único ha
abierto de par en par la puerta a su Creador, se puso en sus manos, sin límites.
Ella vive totalmente de la y en relación con el Señor; está en actitud de
escucha, atenta a captar los signos de Dios en el camino de su pueblo; está
inserta en una historia de fe y de esperanza en las promesas de Dios, que
constituye el tejido de su existencia. Y
se somete libremente a la palabra recibida, a la voluntad divina en la
obediencia de la fe.
El evangelista Lucas narra la vicisitud de María a
través de un fino paralelismo con la vicisitud de Abrahán. Como el gran
Patriarca es el padre de los creyentes, que ha respondido a la llamada de Dios
para que saliera de la tierra donde vivía, de sus seguridades, a fin de
comenzar el camino hacia una tierra desconocida y que poseía sólo en la promesa
divina, igual María se abandona con plena confianza en la palabra que le
anuncia el mensajero de Dios y se convierte en modelo y madre de todos los
creyentes.
Quisiera subrayar otro aspecto importante: la
apertura del alma a Dios y a su acción en la fe incluye también el elemento de
la oscuridad. La relación del ser humano con Dios no cancela la distancia entre
Creador y criatura, no elimina cuanto afirma el apóstol Pablo ante las
profundidades de la sabiduría de Dios: «¡Qué insondables sus decisiones y qué
irrastreables sus caminos!» (Rm 11, 33). Pero precisamente quien —como María— está totalmente abierto a Dios, llega a aceptar el
querer divino, incluso si es misterioso, también si a menudo no corresponde al
propio querer y es una espada que traspasa el alma, como dirá proféticamente el
anciano Simeón a María, en el momento de la presentación de Jesús en el Templo
(cf. Lc 2, 35). El camino de fe de Abrahán comprende el momento de alegría por
el don del hijo Isaac, pero también el momento de la oscuridad, cuando debe
subir al monte Moria para realizar un gesto paradójico: Dios le pide que
sacrifique el hijo que le había dado. En el monte el ángel le ordenó: «No
alargues la mano contra el muchacho ni le hagas nada. Ahora he comprobado que
temes a Dios, porque no te has reservado a tu hijo, a tu único hijo» (Gn 22,
12). La plena confianza de Abrahán en el Dios fiel a las promesas no disminuye
incluso cuando su palabra es misteriosa y difícil, casi imposible, de acoger.
Así es para María; su fe vive la alegría de la Anunciación, pero pasa también a
través de la oscuridad de la crucifixión del Hijo para poder llegar a la luz de
la Resurrección.
No es distinto incluso para el camino de fe de cada
uno de nosotros: encontramos momentos de luz, pero hallamos también momentos en
los que Dios parece ausente, su silencio pesa en nuestro corazón y su voluntad
no corresponde a la nuestra, a aquello que nosotros quisiéramos. Pero cuanto
más nos abrimos a Dios, acogemos el don de la fe, ponemos totalmente en Él
nuestra confianza —como Abrahán y como María—, tanto más Él nos hace capaces,
con su presencia, de vivir cada situación de la vida en la paz y en la certeza
de su fidelidad y de su amor. Sin embargo, esto implica salir de uno mismo y de
los propios proyectos para que la Palabra de Dios sea la lámpara que guíe
nuestros pensamientos y nuestras acciones.
Quisiera detenerme aún sobre un aspecto que surge en
los relatos sobre la Infancia de Jesús narrados por san Lucas. María y José
llevan al hijo a Jerusalén, al Templo, para presentarlo y consagrarlo al Señor
como prescribe la ley de Moisés: «Todo varón primogénito será consagrado al
Señor» (cf. Lc 2, 22-24). Este gesto de la Sagrada Familia adquiere un sentido
aún más profundo si lo leemos a la luz de la ciencia evangélica de Jesús con
doce años que, tras buscarle durante tres días, le encuentran en el Templo
mientras discutía entre los maestros. A las palabras llenas de preocupación de
María y José: «Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Tu padre y yo te buscábamos
angustiados», corresponde la misteriosa respuesta de Jesús: «¿Por qué me
buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» (Lc 2,
48-49). Es decir, en la propiedad del Padre, en la casa del Padre, como un
hijo. María debe renovar la fe profunda con la que ha dicho «sí» en la Anunciación;
debe aceptar que el verdadero Padre de Jesús tenga la precedencia; debe saber
dejar libre a aquel Hijo que ha engendrado para que siga su misión. Y el «sí»
de María a la voluntad de Dios, en la obediencia de la fe, se repite a lo largo
de toda su vida, hasta el momento más difícil, el de la Cruz.
Ante todo esto, podemos preguntarnos: ¿cómo pudo
María vivir este camino junto a su Hijo con una fe tan firme, incluso en la
oscuridad, sin perder la plena confianza en la acción de Dios? Hay una actitud
de fondo que María asume ante lo que sucede en su vida. En la Anunciación ella
queda turbada al escuchar las palabras del ángel —es el temor que el hombre
experimenta cuando lo toca la cercanía de Dios—, pero no es la actitud de quien
tiene miedo ante lo que Dios puede pedir. María reflexiona, se interroga sobre
el significado de ese saludo (cf. Lc 1, 29). La palabra griega usada en el
Evangelio para definir «reflexionar», «dielogizeto», remite a la raíz de la
palabra «diálogo». Esto significa que María entra en íntimo diálogo con la
Palabra de Dios que se le ha anunciado; no la considera superficialmente, sino
que se detiene, la deja penetrar en su mente y en su corazón para comprender lo
que el Señor quiere de ella, el sentido del anuncio. Otro signo de la actitud
interior de María ante la acción de Dios lo encontramos, también en el
Evangelio de san Lucas, en el momento del nacimiento de Jesús, después de la
adoración de los pastores. Se afirma que María «conservaba todas estas cosas,
meditándolas en su corazón» (Lc 2, 19); en griego el término es symballon.
Podríamos decir que ella «mantenía unidos», «reunía» en su corazón todos los
acontecimientos que le estaban sucediendo; situaba cada elemento, cada palabra,
cada hecho, dentro del todo y lo confrontaba, lo conservaba, reconociendo que
todo proviene de la voluntad de Dios. María no se detiene en una primera
comprensión superficial de lo que acontece en su vida, sino que sabe mirar en
profundidad, se deja interpelar por los acontecimientos, los elabora, los
discierne, y adquiere aquella comprensión que sólo la fe puede garantizar. Es
la humildad profunda de la fe obediente de María, que acoge en sí también
aquello que no comprende del obrar de Dios, dejando que sea Dios quien le abra
la mente y el corazón. «Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha
dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1, 45), exclama su pariente Isabel. Es
precisamente por su fe que todas las generaciones la llamarán bienaventurada.
Los últimos cuatro puntos se complementan entre sí.
La maternidad y la virginidad de la Virgen María, y en relación con la Iglesia.
La Iglesia ha manifestado de modo constante su fe en
la virginidad perpetua de María. Los textos más antiguos, cuando se refieren a
la concepción de Jesús, llaman a María sencillamente Virgen, pero dando a
entender que consideraban esa cualidad como un hecho permanente, referido a
toda su vida.
Los cristianos de los primeros siglos expresaron esa
convicción de fe mediante el término griego ajeiv-pavrqeno", «siempre
virgen», creado para calificar de modo único y eficaz la persona de María, y
expresar en una sola palabra la fe de la Iglesia en su virginidad perpetua. Lo
encontramos ya en el segundo Símbolo de fe de San Epifanio, en el año 374, con
relación a la Encarnación: el Hijo de Dios «se encarnó, es decir, fue
engendrado de modo perfecto por Santa María, la siempre virgen, por obra del
Espíritu Santo»(96).
La expresión siempre virgen fue recogida por el
segundo Concilio de Constantinopla, que afirmó: el Verbo de Dios «se encarnó de
la santa gloriosa Madre de Dios y siempre Virgen María, y nació de ella». Esta
doctrina fue confirmada por otros dos Concilios ecuménicos, el cuarto de
Letrán, año 1215 y el segundo de Lyon, año 1274, y por el texto de la
definición del dogma de la Asunción, año 1950, en el que la virginidad perpetua
de María es aducida entre los motivos de su elevación en cuerpo y alma a la
gloria celeste.
2. Usando una fórmula sintética, la tradición de la
Iglesia ha presentado a María como «virgen antes del parto, durante el parto y
después del parto», afirmando, mediante la mención de estos tres momentos, que
no dejó nunca de ser virgen.
De las tres, la afirmación de la virginidad antes
del parto es, sin duda, la más importante, ya que se refiere a la concepción de
Jesús y toca directamente el misterio mismo de la Encarnación.
Esta verdad ha estado presente desde el principio y
de forma constante en la fe de la Iglesia.
La virginidad durante el parto y después del parto,
aunque se halla contenida implícitamente en el título de virgen atribuido a
María ya en los orígenes de la Iglesia, se convierte en objeto de
profundización doctrinal cuando algunos comienzan explícitamente a ponerla en
duda.
El Papa Hormisdas precisa que «el Hijo de Dios se
hizo Hijo del hombre y nació en el tiempo como hombre, abriendo al nacer el
seno de su madre (ver Lc 2,23) y, por el poder de Dios, sin romper la
virginidad de su madre»(101).
Esta doctrina fue confirmada por el Concilio
Vaticano II, en el que se afirma que el Hijo primogénito de María «no menoscabó
su integridad virginal, sino que la santificó». Por lo que se refiere a la
virginidad después del parto, es preciso destacar ante todo que no hay motivos
para pensar que la voluntad de permanecer virgen, manifestada por María en el
momento de la Anunciación (ver Lc 1,34), haya cambiado posteriormente. Además,
el sentido inmediato de las palabras: «Mujer, ahí tienes a tu hijo», «ahí
tienes a tu madre» (Jn 19,26-27), que Jesús dirige desde la cruz a María y al
discípulo predilecto, hace suponer una situación que excluye la presencia de
otros hijos nacidos de María.
Según algunos, contra la virginidad de María después
del parto estarían aquellos textos evangélicos que recuerdan la existencia de
cuatro «hermanos de Jesús»: Santiago, José, Simón y Judas (ver Mt 13,55-56; Mc
6,3), y de varias hermanas.
Conviene recordar que, tanto en la lengua hebrea
como en la aramea, no existe un término particular para expresar la palabra
primo y que, por consiguiente, los términos hermano y hermana tenían un
significado muy amplio, que abarcaba varios grados de parentesco. En realidad,
con el término hermanos de Jesús se indican los hijos de una María discípula de
Cristo (ver Mt 27,56), que es designada de modo significativo como «la otra María»
(Mt 28,1). Se trata de parientes próximos de Jesús, según una expresión
frecuente en el Antiguo Testamento.
Así pues,
María Santísima es la siempre Virgen. Esta prerrogativa suya es consecuencia de
la maternidad divina, que la consagró totalmente a la misión redentora de
Cristo.
Maternidad de María
Concilio de Efeso
En el año 431, se llevó a cabo el Concilio de Efeso
donde se proclamó oficialmente que María es Madre de Dios.
"Desde un comienzo la Iglesia enseña que en
Cristo hay una sola persona, la segunda persona de la Santísima Trinidad. María
no es solo madre de la naturaleza, del cuerpo pero también de la persona quien
es Dios desde toda la eternidad. Cuando María dio a luz a Jesús, dio a luz en
el tiempo a quien desde toda la eternidad era Dios. Así como toda madre humana,
no es solamente madre del cuerpo humano sino de la persona, así María dio a luz
a una persona, Jesucristo, quien es ambos Dios y hombre, entonces Ella es la
Madre de Dios" -Concilio de Efeso
La ortodoxia (doctrina recta) enseña:
Jesús es una persona divina (no dos personas)
Jesús tiene dos naturalezas: es Dios y Hombre
verdaderamente.
María es madre de una persona divina y por lo tanto
es Madre de Dios.
María es Madre de Dios. Este es el principal de
todos los dogmas Marianos, y la raíz y fundamento de la dignidad singularísima
de la Virgen María.
María es la
Madre de Dios, no desde toda la eternidad sino en el tiempo.
El dogma de María Madre de Dios contiene dos
verdades:
María es verdaderamente madre: Esto significa que
ella contribuyó en todo en la formación de la naturaleza humana de Cristo, como
toda madre contribuye a la formación del hijo de sus entrañas.
María es verdaderamente madre de Dios: Ella concibió
y dio a luz a la segunda persona de la Trinidad, según la naturaleza humana que
El asumió.
El origen Divino de Cristo no le proviene de María.
Pero al ser Cristo una persona de naturalezas divina y humana. María es tanto
madre del hombre como Madre del Dios. María es Madre de Dios, porque es Madre
de Cristo quien es Dioshombre.
La misión maternal de María es mencionada desde los
primeros credos de la Iglesia. En el Credo de los Apóstoles: "Creo en Dios
Padre todopoderoso y en Jesucristo su único hijo, nuestro Señor que nació de la
Virgen María".
El título Madre de Dios era utilizado desde las primeras
oraciones cristianas. En el Concilio de Efeso, se canonizo el título Theotokos,
que significa Madre de Dios. A partir de ese momento la divina maternidad
constituyó un título único de señorío y gloria para la Madre de Dios encarnado.
La Theotokos es considerada, representada e invocada como la reina y señora por
ser Madre del Rey y del Señor.
Más tarde también fue proclamada y profundizada por
otros concilios universales, como el de Calcedonia y el segundo de
Constantinopla.
En el siglo XIV se introduce en el Ave María la
segunda parte donde dice: "Santa María Madre de Dios" Siglo XVIII, se
extiende su rezo oficial a toda la Iglesia.
El Papa Pío XI reafirmó el dogma en la Encíclica Lux
Veritatis (1931).
La Madre de Dios en el VAT II: este concilio
replantea en todo el alcance de su riqueza teológica en el más importante de
sus documentos, Constitución dogmática sobre la Iglesia, (Lumen Gentium). En
este documento se ve la maternidad divina de María en dos aspectos:
La maternidad divina en el misterio de Cristo.
La maternidad divina en el misterio de la Iglesia. Para profundizar recomendar su lectura.
María por ser Madre de Dios transciende en dignidad
a todas las criaturas, hombres y ángeles, ya que la dignidad de la criatura
está en su cercanía con Dios. Y María es la mas cercana a la Trinidad. Madre
del Hijo, Hija del Padre y Esposa del Espíritu.
"El Conocimiento de la verdadera doctrina
católica sobre María, será siempre la llave exacta de la comprensión del
misterio de Cristo y de la Iglesia"
"Y la Madre de Dios es mía, porque Cristo es
mío" (S. Juan de la Cruz)