miércoles, 26 de mayo de 2010

La base de toda Antropología I



1. El hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios.

“Cristo es imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas en los cielos y sobre la tierra, las visibles y las invisibles, sean los tronos o las dominaciones, los principados o las potestades. Todo ha sido creado por él y para él. El es antes que todas las cosas y todas subsisten en él” [1]
El género humano ha sido creado a imagen de Dios, y Cristo es imagen del Padre, es decir hemos sido hechos a imagen y semejanza de Cristo, por quien todos y todo subsiste, tal como lo menciona la cita anterior. La referencia a estos pasajes es vital para comprender la vocación del hombre, del género humano. Porque como  dirá San Juan en su carta 1 Jn 4, 16, “Dios es amor”, y en la carta de los Efesios Pablo escribe, “que en él nos eligió antes de la creación del mundo para que fuéramos santos y sin mancha en su presencia, por el amor; nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por Jesucristo” [2]

a. En primer lugar hay que hacer una distinción entre Cristo como imagen perfectísima de Dios, lo que es atribuible sólo a la Segunda Persona de la Trinidad, porque sólo el Hijo procede del Padre,  es consustancial al Padre, y por lo tanto eterno, no creado sino eternamente engendrado; y ser creados a imagen y semejanza de Dios. Santo Tomás lo explica así : “La imagen de un ser puede hallarse en otro de dos maneras: de una parte, cuando se halla en un ser de la misma naturaleza específica, y así es como se halla la imagen de un rey en su hijo; y de otra, en un ser de naturaleza distinta, como la imagen del rey en una moneda. Pues bien, según el primer modo, el Hijo es imagen del Padre, mientras que el hombre se llama imagen de Dios conforme al segundo. De aquí que, para expresar la imperfección de la imagen en el hombre, no se dice que es imagen, sino que es a imagen, para designar un cierto movimiento que tiende a la perfección. En cambio, del Hijo no puede decirse que sea a imagen, porque es imagen perfecta del Padre” [3]

b. En segundo término: que el hombre ha sido creado  imagen y semejanza de Dios[4], significa que tiene en  sí mismo una referencia a El, porque es una imagen, es decir no agota su ser en sí, lo propio de una imagen no consiste en lo que ella es en sí misma, sino que sale de sí para mostrar algo que no es. La función de la imagen es reproducir a quien es el modelo.

En consecuencia, el ser humano no puede existir cerrado en sí mismo, la perfección a la que tiende se realiza de acuerdo a la referencia de Dios, que ha creado por amor y para el amor, de manera libre. Entonces podemos afirmar que la vocación del hombre es salir de sí mismo para donarse por amor al otro, libremente. En primer lugar a su Creador, y luego a aquel con quien compartirá la vocación encomendada, que se realiza principalmente desde y en  la familia, vínculo natural entre el hombre y la mujer, fundada por Dios, de donde toma su consistencia la sociedad.

 “Mi corazón está inquieto hasta que repose en Ti”, esta frase de San Agustín, refleja la capacidad del hombre, única entre todas las criaturas, de comunicarse con Dios, y además ilumina la forma de vivir del ser humano. “Consiste pues el arte de vivir en desarrollar –con la ayuda de la gracia- el proyecto divino sobre mí”[5]. Sólo así se puede entender cómo el sometimiento voluntario de la razón y la fe, a la voluntad de Dios es un perfeccionamiento de nuestro ser, pues en El encontramos la plenitud y la razón de nuestra existencia [6]

c. Como medio para expresar esa llamada a salir de sí mismo, el hombre tiene una vocación, que se manifiesta en la colaboración con Dios en su obra Creadora.

La expresión social de la vocación puede tener diversas manifestaciones, pero en su esencia, la vocación del hombre consiste en entregarse a sí mismo libremente para el servicio de los demás por amor, en esa medida es reflejo de su Creador e imagen de Su Redentor, Jesucristo.

Para poder comprender mejor esa dimensión del ser humano, en el momento presente, donde la palabra amor está tan deformada y carente del verdadero contenido, es necesaria una explicación inicial sobre su significado.

El amor cristiano tiene una connotación diferente a lo que se pretende hoy en día. Más que un sentimiento que se impone al hombre, es una decisión; más que un arrebato de placer, es la búsqueda del bien de la persona amada. Y para  poder amar libremente es necesaria la purificación de los propios deseos, de tal forma que no se busque la satisfacción personal de manera egoísta.
El amor, no consiste en instrumentalizar al otro para que suscite el placer de un instante, como quien se deja  dominar por los instintos. Si reducimos el amor a puro “sexo” la persona se convierte en mercancía.

En cambio, el amor cristiano, no niega el placer, pero deja patente que el camino para lograrlo no consiste en dejarse dominar por el instinto: el amor promete infinidad y eternidad; madurez, que incluye también la renuncia. En la visión antropológica del cristianismo, el ser humano no queda relegado a lo puramente biológico, sino que es considerado en su unidualidad: unión íntima e indivisible de alma y cuerpo. Por lo tanto el cuerpo no es solo un instrumento de placer sino la expresión de la entrega personal.  El amor ya no se busca a sí mismo, ni desea la embriaguez de la felicidad, sino que ansía el bien de la persona amada: está dispuesto al sacrificio y a la renuncia por el bien del otro. De esta forma se entiende que el amor reclama la exclusividad y el “para siempre”, porque engloba la existencia entera y abarca todas sus dimensiones, incluida la temporal. El amor es un camino permanente, un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación, en la entrega de sí.  De esta manera el hombre no sólo descubre la verdad sobre sí mismo, sino que descubre a Dios. Este fue el itinerario de Jesús, una entrega de amor por los hombres que lo llevó a entregar voluntariamente su vida para morir en una cruz. El mismo afirmó que nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por los demás [7]

En este sentido, Juan Pablo II afirma: “El hombre no puede vivir sin amor. El permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa con él vivamente”.
Así se concluye en esta fase inicial, que el amor del cual nos habla la Biblia no solo, no se opone a la experiencia del amor humano, sino que le da su verdadero sentido.

El libro del Génesis nos remite a la verdad revelada sobre el hombre como “imagen y semejanza de Dios”, lo que constituye la base inmutable de toda antropología humana.
En el primer texto Génesis 1, 1-2,4, se describe la fuerza creadora de la Palabra de Dios, estableciendo un orden en medio del caos existente. Crea así la luz y las separa de las tinieblas, el mar y la tierra firme, el día la noche, las hierbas y los árboles, los peces y los pájaros, todos “según su especie”.

 El hombre es creado sobre la tierra y al mismo tiempo que el mundo visible. Pero, a la vez, el Creador le ordena dominar la tierra: está colocado por encima del mundo. La narración bíblica no habla de la  semejanza del hombre con el resto de las criaturas, sino solamente con Dios.

Para continuar con este relato en el ciclo de los siete días, es evidente un orden preciso; al hablar de materia inanimada, el autor bíblico emplea diferentes palabras, como “separó”, “llamó”, “hizo”, “puso”. En cambio al hablar de los seres vivos, usa los términos “creó”, “bendijo”. Dios les ordena “Procread y multiplicaos”. Este mandamiento se refiere tanto a los animales como la hombre, indicando que les es común la corporalidad (1, 22-28). No obstante es esencial subrayar que la diferencia del  sexo está mencionada solamente respecto al hombre (varón y mujer los creó), bendiciendo al mismo tiempo su fecundidad, es decir, el vínculo de las personas (1, 27-28).

En el momento de crear al hombre, no existe una sucesión natural, como se menciona anteriormente, sino que el Creador pareciera detenerse, como dice Juan Pablo II en su libro Teología del Cuerpo, antes de llamarlo a la existencia, y luego dice: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza”.

El segundo relato de la creación Génesis 2, 4-25, narra los comienzos con otras imágenes; según los investigadores es considerado de tradición yahvista, porque en él se menciona a Dios por su nombre Yhwh, Se quiere enseñar que sólo Dios, el Dios de Israel, es el dueño de la vida porque El la dio al hombre y a los animales; que Dios cuida al hombre con amor desde el principio.

La intención de los primeros versículos es mostrar que lo primero y más importante sobre la tierra es el hombre, para quien fue creado todo lo demás.
Cuando el Señor Dios hizo tierra y cielo, aún no había en la tierra
ningún arbusto silvestre, y aún no había brotado ninguna hierba
del campo –pues el Señor Dios no había hecho llover sobre la tierra
ni había nadie que trabajara el suelo- pero un manantial brotaba de
la tierra y regaba toda la superficie del suelo. Entonces, el Señor Dios
formó al hombre del polvo de la tierra, insufló en sus narices aliento
de vida, y el hombre se convirtió en un ser vivo”. Génesis 2, 4b-7.

Que el hombre pertenezca a la tierra no es su peculiaridad más importante: también los animales, según el autor, serán formados de la tierra. Los específico e importante en el hombre es que recibe la vida de Dios. La vida se representa en el aliento, pues es un hecho evidente que sólo los animales vivos respiran. Que Dios infunda de esa forma la vida al hombre significa que éste, aunque por su corporeidad participa de la materia, su existencia como ser vivo proviene directamente de Dios, es decir, está animado por un principio vital –el alma o espíritu- que no proviene de la tierra. Este principio de vida recibido de Dios hace que también el cuerpo del hombre adquiera una dignidad propia y se sitúe en un orden distinto de los animales.

Los versículos subsiguientes reflejan una situación de amistad entre Dios y el hombre en la que no existe ningún mal, ni siquiera la muerte. Se describe al hombre en un jardín  que tiene dos árboles, éstos simbolizan a Dios de dos maneras: como el que tiene poder de dar la vida, y como el punto último de referencia del actuar moral del hombre. Este árbol de la ciencia del bien y del mal, debía expresar y constantemente recordar al hombre el “límite” insuperable para un ser “creado”.  La autonomía moral absoluta es una tentación que se presenta constantemente al hombre, y en la que sucumbe cuando olvida que existe un Dios Creador y Señor de todo, también del hombre.

Asimismo, en estos versículos, aparece el trabajo como un encargo divino, debe proteger y hacer fructificar el jardín. El hombre debe reconocer el señorío de Dios sobre la creación y sobre sí mismo, obedeciendo el mandato  que Dios le da a modo de una alianza.


[1] Col 1,15.
[2] Ef 1,4.
[3] Santo Tomás Suma Theologiae 1,35, 2 ad3.
[4] cfr. Gn 1, 26
[5] Carta sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo, Jutta Burgraff, prólogo
[6] cfr. Ga 1,19.
[7] cfr. Jn 15, 13.